sábado, 3 de julio de 2010

Terror a volar


Odio terriblemente tener que "volar". Lo encuentro una experiencia no sólo antinatural, sino que te obliga a la convivencia extrema entre seres humanos con los cuales lo único que tienes en común es la necesidad de ir en ese mismo vuelo al mismo lugar. ¿O acaso alguno de ustedes no ha padecido aún el síndrome del "vecino incómodo" de pasillo?

Desde que la vi, sentada ahí en la sala de espera, tuve un mal presentimiento. Y no era tanto por su apariencia desgarbada, sus evidentes 80 kilos de sobrepeso, las migajas que tiraba sobre su regazo al comer una empanada o las flatulencias que de vez en vez dejaba escapar. No, era porque alcancé a escuchar mientras a ambos nos asignaban un lugar en el avión que le había tocado justo a mi lado.

Como la típica pasajera que se quiere adelantar a los demás, se formó en la fila de abordaje mucho antes de que llamaran a nuestros asientos. Siempre he detestado esa actitud en algunos viajeros de querer "ganarle algo a alguien" aunque no saben ni qué, ni a quién. Mis problemas empezaron cuando llegué a mi lugar y la mujer estaba intentando hacer entrar a la fuerza sus tres piezas de equipaje que, obviamente, no quiso documentar y que algún torpe de la aerolínea no la obligó a hacerlo.

Después de lograr meter dos de esas piezas, empezó a sufrir con su última maleta, una respetable valija 'Samsonite' de gran tonelaje. Ella sufría al levantarla del piso y tratar de encajarla en los compartimentos superiores: sudaba y gemía como un pequeño cerdo de vez en cuando al pellizarse los dedos empujando la maleta. Detrás de ella estaba yo, seguido de una fila de furiosos pasajeros que me miraban a mí, como si yo tuviera la culpa de que la infame mujer tardara tanto.

"¿La ayudo?" - pregunté caballerosamente, a lo que ella respondió: "¡Menos mal! Si me ve que estoy sufriendo con esto...", como si fuera mi responsabilidad su estupidez. Tomé su maleta y casi me saco una hernia tratando de levantarla del piso. "¿Qué trae usted aquí? ¿Piedras?" - pregunté mientras forcejeaba para introducir aquella valija; ella no respondió, se limitó a mirarme sufrir mientras la auxiliar de vuelo me gritaba desde lejos con la cara encendida, pensando que era mi equipaje: "¡Señor, eso no va a entrar ahí!". Yo no estaba dispuesto a perder más tiempo bajándole sus tres malditas maletas para documentarlas, por lo que la emprendí a puñetazos salvajes contra la maleta, logrando meterla hasta el fondo no sin antes conseguir que la mujer gritara: "¡no le pegue que traigo unos fetos de gato siamés metidos en botellas de formol!".

La infame mujer se sentó en el asiento del medio y yo quedé en el pasillo. Todavía no despegábamos cuando sus malditas botellas de formol me empezaron a gotear en la cabezota desde el compartimento superior. "Señora, su formol me está goteando" - le indiqué con elegancia, a lo que ella gruñó: "¡le dije que no la golpeara!". El formol mezclado con los cadáveres de los gatos generó tal pestilencia que la auxiliar de vuelo se acercó a mí y antes de alcanzarme, la diabólica mujer liberó una sonora flatulencia, por lo que la azafata pensó que había sido yo. "Señor, si tiene algún problema de dispepsia grave lo invito a pasar al fondo del avión donde están localizados los baños" - me dijo.

Así me soplé 2 horas de vuelo, con líquidos de gatos muertos sobre la cabeza y recibiendo los escupitajos de la "mujer tapir" mientras devoraba la pasta que le habían servido. Calculo que la salsa le cayó mal porque empezó hacer muecas y ruidos raros con el estómago, y a retorcer las piernas como si quisiera evitar que se le rompiera la fuente aunque no estaba embarazada. Después de algunos estertores y sudando como puerco en matadero, me pidió dejarla pasar al baño. Con la bandeja de alimento frente a mí empecé a sufrir con la peripecia, pues yo intentaba levantarme del lugar para dejarla pasar, pero ella tenía una prisa infernal por lo que no esperó a que yo me incorporara, sino que se avalanzó frente a mí con la rapidez de un rinoceronte africano en plena carga.

Su voluminoso cuerpo no alcanzó el pasillo, por lo que se me vino encima de manera bestial, no sin antes liberar nuevamente una sonora flatulencia que no impidió que yo escuchara claramente cómo al caerme encima los huesos de mis rótulas crujían y protestaban con violencia. "¡Ay, hija de la...!" - se me escapó un leve improperio producto del dolor, al cual ella no prestó atención y corrió al baño dejando un rastro extraño en mi pantalón y por el pasillo del avión.

Una hora más duró mi tortura hasta que el avión finalmente tocó tierra. La maldita mujer no pudo descargar sus valijas de los compartimentos superiores, por lo que otra vez tuve que bajarle los ataúdes de sus mininos infernales, teniendo como testigos tras de mí a una horda de viajeros que me miraban con asco por la pestilencia de mi cabeza y mi mancha en el pantalón.

Comprenderán mi prisa por abandonar la aeronave por lo que empecé a apurar a la mujerzuela que avanzaba delante de mí con la lentitud de quien padece un problema psicomotor severo. Los viajeros detrás de mí empezaron a presionarme más y más. Casi logré alcanzar la salida del avión cuando por la premura de todos me tropecé con la valija de los gatos fétidos que arrastraba el manatí aquel, y le caí encima al final del pasillo, llevándome conmigo a dos de las auxiliares de vuelo. De inmediato me saltaron el capitán y su copiloto, sometiéndome en el piso, alegando algo de "acoso sexual" que yo no alcancé a escuchar bien en medio del alboroto.

Hoy, a varios meses del incidente y a pesar de estar usando Ajax Amonia para lavarme el cuero cabelludo, todavía no logro quitarme el olor a gato muerto que traigo en la cabezota...

jueves, 18 de marzo de 2010

Santos mandarriazos, Batman!

Todos sabemos que en un gimnasio la fauna se divide en al menos dos tipos de especímenes: los "posers" o aquéllos que se sienten Lou Ferrigno en sus mejores épocas, y los que entramos para realmente intentar evitar el infarto.

Yo me inscribí de vuelta hace dos meses en un gimnasio o "gym" (para que suene nice), intentando entrar en la segunda categoría, pues últimamente la única pasión que transita por mis venas es el colesterol. Así que empecé con el mismo entusiasmo con el que lo hice hace como 15 años, decidido a recuperar el tiempo perdido y retomar el cuerpo escultural de anuncio de Calvin Klein que tenía cuando adolescente (hoy lo único que me queda de anuncio de Calvin Klein son los calzones y mi estatura de Michael J Fox - para quienes recuerden a "Calvin" de "Back to the Future").

Así que llegué el primer día pensando "si a los 18 años levantaba 80 kilogramos de benchpress, hoy debo haber triplicado mi fuerza como lo he hecho con mi inteligencia y sabiduría". Decidido, me recosté en la banca, hice un par de payasadas simulando que calentaba, y tomé la barra con 60 kilos dispuesto a impresionar a todos. Empecé a forcejear, a hacer ruidos guturales, apretar los dientes, apretar el estómago, cruzar los dedos de los pies, y la maldita barra no se movía un milímetro. El rostro se me empezó a incendiar y se me taparon los oídos del esfuerzo antes de escuchar un crujido terrible... afortunadamente no fue la columna vertebral la que se me partió, sólo se me desgarró el pants de manera vergonzosa.

De inmediato me levanté y miré a mi alrededor para ver si alguien había visto semejante espectáculo o escuchado mi infortunio. Afortunadamente todos estaban demasiado concentrados en mirarse a sí mismos al espejo. Con disimulo me levanté del banco, me amarré la sudadera a la cintura para ocultar el accidente y me resigné a dejar el benchpress para después. Me concentraría en las mancuernas para el bíceps, pues siempre habían sido mi fuerte! Con férrea determinación, mostrando mis bíceps esculturales y haciendo alarde de fuerza, tomé las mancuernas de 30 libras y... casi me arranco los brazos tratando de alzarlas! "No me van a ganar estas malditas pesas!" - pensé para mí y seguí intentando levantarlas, sudando como cerdo en matadero, hasta que el tipo que estaba a mi lado me dijo en voz baja: "no te esfuerces demasiado, no se te vaya a escapar un gas".

Con el amor propio herido me resigné una vez más y fui por las mancuernas de 15 libras. Como una nena las levanté y empecé a trabajar el bíceps. Con cada repetición sentía que mis músculos retomaban la energía perdida durante años, que mis bíceps volvían a ser aquéllos del anuncio de Calvin Klein, y al mirarme al espejo vi en mi reflejo al mismísimo Matthew Mcconaughey ejercitándose... hasta que llegó a mi lado el mismo tipo del comentario del gas a ejercitarse también con mancuernas de 40 libras como si fueran globos de helio.

Humillado, decidí no seguir haciendo el ridículo. Dejé las pesas y me fui al área de cardio a buscar una caminadora para correr algunas decenas de kilómetros. Inicié bastante bien, pero al cabo de un par de minutos comencé a sentir que mi energía se iba por algún lugar del cosmos. Y justo en ese momento, el tipo que me había estado poniendo en ridículo se subió a la caminadora contigua para empezar a correr.

Con el orgullo herido, retomé fuerzas y empecé a correr como nunca lo había hecho en la vida: comencé a aumentar la velocidad de la caminadora, y con cada incremento mi cuerpo se sentía más ligero, más vivo. La adrenalina me recorría de pies a cabeza y me sentía una gacela sobre la banda. Alcancé la velocidad de 20 kph y ya mi ser prácticamente flotaba sobre esa máquina... hubiera podido romper mi propio récord y dejar al tipo aquel humillado a mi lado de no ser porque a esa velocidad pisé mal el costado de la caminadora y el costalazo que me di contra la banda fue brutal! Creo que el mandarriazo se escuchó hasta la panadería y tintorería contiguas al "gym". Y a pesar de que me dolía hasta el bulbo raquídeo y que sabía que todo el mundo se había dado cuenta de mi mandarriazo, me levanté con calma, me sacudí las rodillas, me limpié la sangre de la cabeza, me devolví la rótula a su lugar y salí del "gym" enjugándome las lágrimas como una nena.

Ahora estoy inscrito en otro gimnasio.

martes, 2 de marzo de 2010

Un año en el autoexilio

Ayer cumplí un año viviendo en Colombia. Qué fácil se dice. Qué difícil hacer un balance. Por un lado, la mitad del corazón se deja atrás en la tierra que uno llama hogar, y por otro el corazón siembra nuevas esperanzas en el lugar al que se llega.

Y balance no es lo que buscamos todos en la vida? Balance entre vida y trabajo. Balance entre ocio y responsabilidad. Balance entre calorías y ejercicio. Balance entre Dios y el Diablo... Hacer un balance significa poner cosas buenas y malas, y creo que en esta experiencia nada es completamente bueno o malo.

Lo que sí creo es que vivir lejos de la tierra que lo ve nacer a uno, lejos de la familia y amigos de toda la vida, es una experiencia enriquecedora en todos los aspectos, siempre que no sea por circunstancias lamentables, como bien lo dice León Gieco. Más aún cuando esa tierra que lo recibe a uno es Colombia, y aquí vale la pena hacer una retrospectiva...

Recuerdo la expresión en la cara de algunas personas hace un año cuando les decía que me iba a vivir a Colombia. Puedo decir con certeza que el 80% arqueaban las cejas y mencionaban la palabra "COLOMBIA" con entonación interrogante-aterradora, como si yo estuviera completamente loco. Creo que en igual porcentaje la gente me daba su opinión de Colombia como si fuera "tierra de nadie", en donde la inseguridad y el narcotráfico eran el pan de cada día.

Hoy, a un año de vivir aquí, puedo decir que Colombia tiene los mismos retos que tiene cualquier país en América Latina y que, a diferencia de muchos otros, los ha venido superando a lo largo de los últimos 10 años. La inseguridad y el narcotráfico son el cáncer de nuestros países, pero siento que Colombia los ha intentado combatir con voluntad real y mucho mejores resultados que tantos otros.

Y contrario a esos estereotipos, lo que sí hallé en Colombia fue un lugar lleno de gente cálida, extraordinariamente amable y agradable, con auténtica pasión en la sangre que me imagino que más allá de hacerles llevar un ritmo estupendo en el reguetón o el vallenato, se les nota en todo lo que hacen, en la manera en la que sonríen y en la forma en que encaran la vida dándose siempre un espacio para "gozarla".

Sí, dejé amigos y familia atrás, gente a la que quiero mucho y no puedo dejar de pensar en cuándo será la siguiente vez en que los vea. Pero para ser justo también debo decir que acá he encontrado gente fantástica a la que me alegra enormemente haber tenido oportunidad de conocer más en profundidad. Al final, la gente es la que hace un país y un lugar... y si por la gente que he conocido puedo juzgar a Colombia, estoy feliz de haber tenido la oportunidad de poder escribir estas crónicas desde el autoexilio.

DEDICATORIA ESPECIAL: en esta especie de aniversario quiero dedicar el espacio de hoy a gente con nombre y apellido - a Marie, a mis padres, a los Pautasio Queirolo, a la Vicky, a los Camacho, a los Gaona, a mi equipo en México Luis Carlos, Castellanitos, Berus, Adrix, Ro, Nuri, Minkus, Wendinha, Kandinsky, Páez, Carola y Fango, a mi equipo en Colombia (muy extenso para nombrar), a Renix, a Ingrid Motta, a Claudia Adriasola, a mis tweeters favorit@s @uva98, @MMIUXX, @hiperjana, @luserrano... gente que llena mi vida en cualquier lugar del mundo en el que esté.

domingo, 29 de noviembre de 2009

"EN REPARACIÓN"

Pido una disculpa a todos los amigos y amigas que de corazón siguen este espacio, pues estoy consciente de que ha estado inerte. El problema ha sido que en las últimas semanas Juan Valdez ha tenido que reflexionar en muchas cosas y eso le ha impedido concentrarse en este espacio. A veces necesitamos hacer una pausa para evaluar en dónde estamos y hacia dónde vamos. Juan Valdez está, una vez más, en ese punto. Y es un buen momento para hacerlo. Miro cómo pasan las nubes sobre el cielo, cómo se esconde la luna y sale el sol una y otra vez, cómo las estaciones cambian en algún otro lugar, y el paso del tiempo siempre ha sido un fenómeno al cual nunca podré dejar de prestar atención.

Juan Valdez está "en reparación". Estoy seguro que pronto volverá, sólo necesita detenerse un momento a recuperar el aliento, mirar hacia delante y encontrar nuevamente el norte. Hasta entonces dejo una reflexión en la que creo con gran convicción: la búsqueda de la felicidad es la más ardua, compleja y laberíntica a la que se enfrenta un ser humano... será porque la auténtica felicidad se encuentra escondida dentro de uno mismo y por eso es tan, tan difícil de hallar: se mueve con el paso del tiempo, pero ahí está siempre, lista para que el hombre que dedica toda la vida a encontrarla, se acerque a ella.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Chau "Negra"


"El se da cuenta y asustado se lamenta... los genios no deben morir", rezaba con suavidad la voz de Ana Torroja hace 20 años, cuando España se daba cuenta que perdía a uno de sus hijos pródigos. A reserva de sonar ignorante, creo que América Latina no ha aportado al mundo grandes inventos o desarrollos científicos, al menos no con la frecuencia y magnitud con la que parecen hacerlo otras latitudes.

Lo que sí es claro es que nuestra región ha sido tierra fértil a lo largo de su historia, principalmente, de grandes pensadores, escritores, pintores, etc. En cierta forma es un orgullo contribuir a la humanidad a través de las bellas artes, porque más allá de los fines prácticos de la ciencia y la medicina, las bellas artes parecen apuntar a "la divinidad" del hombre, a aquello que intenta hacernos trascender nuestra condición humana mortal. ¿Qué sería del ser humano si no pudiera expresarse a través de la literatura, la pintura o el canto? Por ello no he podido dejar de pensar que este año 2009 Latinoamérica perdió dos de sus más grandes contribuciones al mundo: Mario Benedetti y Mercedes Sosa.

En lo personal, quise agregar una nota en este espacio porque ambos valuartes aportaron a mi vida ideas, valores, emociones y sensaciones que llevaré conmigo hasta el día de mi muerte y, lo más importante, me ayudaron a prestar atención a las cosas que son realmente importantes en esta efímera y extrañísima existencia que parece rodeada de oscuridad, que se plantea como una enorme incógnita desde su origen hasta su desenlace.

Puedo decir abiertamente que la primera vez (y creo que la última) que lloré - sí, lloré, y como un niño - con un texto, fue al enterarme de la muerte de "Laura Avellaneda" y de la desolación inexorable en el corazón de "Martín Santomé". La pérdida de "Avellaneda" es una pérdida que todavía hoy no puedo superar, porque sé que es una tragedia con las características impredecibles y casi crueles que suelen marcar la existencia del hombre, una tragedia que se repite todos los días para los distintos "Martín Santomé" que nos toca pasar por este mundo.

Puedo decir, de la misma forma, que la primera vez que encontré que una canción realmente condensaba en unas cuantas estrofas, absolutamente sencillas, la maravilla de la dicotomía de la vida humana, fue cuando escuché, en voz de "La Negra Sosa", Gracias a la Vida.

Y desde ese momento conocí realmente a Mercedes Sosa y encontré en su voz, intérprete de diversos genios, la voz de las distintas emociones y condiciones humanas que suelen pasar desapercibidas ante el frenesí de este terrible mundo moderno.

Más allá de lo que se dice de La Negra, que si era de izquierda dándose lujos de derecha, que si estaba vetada o no por los medios del mundo neoliberal latinoamericano, que si es un cliché hablar de ella como lo es de Pablo Milanés o Fernando Delgadillo (que me perdonen los puristas líricos si ofendo a alguien con la comparación), yo me quedo con lo bueno: Mercedes Sosa cantó desde el corazón del "pueblo" latinoamericano, y en sus facciones, en su voz potente, en su cabello negro como la suerte de los grupos indígenas condenados a la discriminación, el mundo entero conoció la grandeza de nuestra cultura autóctona y la sencillez de nuestra cosmogonía maya, mapuche, toba, garaní, quechua, guajiro, yaqui, y un larguísimo etcétera.

Chau, Negra... Chau, Mario... nunca más alguien como ustedes. Vendrán muchos, vendrán otros, pero nunca más alguien como ustedes.

sábado, 3 de octubre de 2009

El eterno forcejeo

Hace unos días leí un "tweet" de una amiga que me hizo reflexionar con profundidad sobre uno de los principales problemas que aquejan a la humanidad postmoderna o sobreviviente a la revolución industrial: entrar en unos jeans recién lavados.

El "tweet" no sólo me hizo reflexionar sino que en cierta forma me trajo alivio, pues entendí que eso de lograr ajustarse nuevamente unos "jeans recién lavados" no sólamente era un reto para mí que - siendo honestos, no soy una 'varita de nardo' - sino para cualquier mortal; incluso investigué en Wikipedia y hasta Houdini prefería encadenarse bajo el agua, en una caja fuerte con candados, con una camisa de fuerza y tiburones a su alrededor, antes de incluir en sus presentaciones trucos con "jeans recién lavados".

Y la reflexión viene al caso porque el trauma se repitió hace un par de semanas, cuando por la mañana de un domingo quise ponerme "cómodo" para disfrutar del fin de semana y al tomar mis jeans del clóset pude sentir en cuanto los toqué que la acción del Rendidor Cloralex había surtido efecto sobre ellos.

Una rabia inmensa me golpeó la cabeza porque mis jeans fueron lavados sin avisarme, y moldear esos jeans me había tomado MESES de esfuerzo, no sólo de aflojarlos sino de "curtirlos": me revolqué en terregales con ellos, les derramé todo tipo de líquidos (incluyendo baba de las comidas), los restregué contra el piso para sacar un par de manchas y les impregné mi olor característico para poder reconocerlos en caso de que ocurriera una de esas leyendas urbanas en las que cuentan que "qué pasaría si ese día al salir de casa te atropellan y te tiene que recoger una ambulancia y te quitan los pantalones"... a mí no me interesa con qué calzones vaya ese día, y si tienen hoyos o no, sólo me interesa recuperar mis jeans del repositorio del hospital!

Todavía manteniendo la calma, tomé los jeans, respiré hondo, como ignorando que estaban recién lavados y empecé a ponérmelos, pensando que si ellos no se daban cuenta que yo ya estaba predispuesto, entrarían sin problema alguno. Pero eso no ocurrió. En el trayecto de la rodilla al muslo se aferraron a la pierna con la furia con la que un gato se agarra de un poste cuando intentan bajarlo los bomberos. Y empezó "el eterno forcejeo". Me tiré en la cama y comencé a revolcarme como gusano pero ni así cedían y, para agravar el asunto, desde la sala escuché a alguien gritarme: "qué te pasa?? estás jugando a la larva??!".

Me levanté colérico, tomé los jeans por las piernas y comencé a azotarlos contra el piso una y otra vez, con la intención de que cedieran en su voluntad de fastidiarme la existencia. Repetí la operación un par de veces, hasta que desde la sala alguien me gritó: "qué te pasa?? estás castigándolos por la pizza y la cerveza que te tragaste anoche??!".

Ciego de furia, me los puse de vuelta y tiré de ellos para subirlos con fuerza hasta donde llegaran, ya nada me importaba. El movimiento fue tan agresivo que logré doblegar su voluntad y subirlos como correspondía. Sin embargo, la sensación horrible que suele experimentarse con los "jeans recién lavados" fue más incómoda que de costumbre. Me miré al espejo y noté - horrorizado - que había logrado subir los malditos pantalones, pero me los había puesto al revés! Casi me puse a llorar, cuando escuché desde la sala un grito: "qué te pasa?? no sabes distinguir el frente??!".

Me saqué los malditos pantalones, los arrojé contra el piso por desafiarme, les encajé un par de patadones, los maldije a ellos y a sus descendientes por 6 generaciones, y finalmente los lancé al cesto de la basura, con un profundo sentimiento de derrota.

Aceptando la realidad, completamente vencido, alcé la voz para reclamar y preguntar: "hoy no voy a usar los malditos 'jeans recién lavados'... dónde están mis jeans viejos y completamente domesticados??!!", a lo que una voz fría y lapidaria respondió con crueldad: "esos que intentabas ponerte con tanto ahínco son tus jeans viejos y 'domesticados", no los has mandado lavar desde hace meses!!".

domingo, 6 de septiembre de 2009

Nunca seré de la "alta"

Nunca seré de la clase alta-altísima. Siempre preferiré ser de la clase baja-bajísima, esa que no puede llegar más bajo, no por cuestión socioeconómica, sino por mi comportamiento de homo erectus... ése que apenas levantaba los brazos del piso en su carrera evolutiva.

Hace unos días me invitaron a almorzar en un prestigiosísimo (sisisisísimo) restaurante. Yo agradezco enormemente el gesto de cortesía porque mi anfitriona realmente es de una categoría más allá de este universo y quiso compartir su clase y elegancia conmigo. Lo lamento por ella, porque alguien tan agreste como yo, sólo puede desperdiciar esos detalles... como dicen: es tirarle margaritas a los chanchos.

Desde que entré al restaurante me topé con un escenario exquisito: una pequeña salita de "estar" con una pantalla de plasma proyectando un concierto filarmónico; hacia el fondo, una sola mesa larga para seis personas, con el menú de cuatro tiempos impreso sobre el plato; y, finalmente, al costado, una gran cocina expuesta, con 3 chefs y diversas parrillas, especias y vinos para condimentar.

Obviamente fue demasiado esmero para mí solo y no tardé en empezarme a sentir incómodo. Nos invitaron a ocupar la mesa y, tras sentarnos, el chef principal empezó a explicarnos el menú que degustaríamos ése día... desde que escuché el primer plato, el estómago se me empezó a revolver.

Lo primero en llegar a la mesa fueron unas fantásticas ancas de rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas, es decir, un anfibio que el chef fue muy enfático en mencionar que "no se encontraba por estos lugares". Miré mi plato y había como cuatro "palitos de queso empanizado" de los que a veces me compro para mirar los partidos por TV en mi casa. Intenté engañarme psicológicamente pensando que lo que mordería eran palitos de queso de los que me compro cuando miro partidos por TV en mi casa, pero al encajarle los dientes y ver esa carne blancuzca-transparentosa, de inmediato me llegó el sabor a la lengua de una rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas... y con ella vino el primer espasmo estomacal.

Yo sé que las ancas de rana no son la gran cosa, pero yo nunca las había comido y menos preparadas de manera tan "elegantiosa". Inteligentemente empecé a desmenuzar con el tenedor aquellas pequeñas "piernitas" sobre mi plato para extender la poca carne que las cubría por toda la superficie, como dando la impresión de que me había encantado, pero era yo desprolijo para comer. Logré destantear al mesero, quien de inmediato vino y recogió mi plato para llevárselo.

"Uff" - pensé para mí - "lo logré... ahora debe venir una carne de res decente". En esa reflexión estaba cuando me ponen enfrente un crustáceo-molusco-babosáceo con queso parmesano encima, cuya impresión me causó tanto asco que no alcancé a escuchar la descripción completa del chef en que decía que el bichito era tan raro que "no se le encontraba ni de milagro por estos lugares del planeta".

Le encajé la cuchara a la cosa gelatinosa esa y reventó una burbuja y un líquido viscoso que logró que se me escapara una de esas arcadas que no se pueden disimular. "Está usted bien?"- preguntó alarmada mi anfitriona. Controlando el bolo alimenticio que había yo regurgitado con el espasmo anterior, dije: "me encuentro de maravilla!". En estos momentos siempre he agradecido el segundo estómago que por error genético la naturaleza me dio, en donde puedo almacenar comida predigerida para mis cachorros... cuando los tenga. Bendita evolución de Darwin!

Empinándome la copa de vino completa y al grito de "en caliente ni se siente", me sorbí como un degenerado el molusco aquel, intentando no pensar en el ectoplasma que me resbalaba por el cogote.

El estómago se me rebelaba por debajo de la mesa, sin el romanticismo de la canción de Luis Miguel, revolviéndose con una náusea colérica más al estilo de Sartre. Pensé para mí mismo "por favor, que ya llegue el plato fuerte, un buen pedazo de carne de res logrará sacarme este asco de encima...".

Finalmente llegó el plato fuerte. Lanzando un suspiro o, mejor dicho, disimulando un pequeño eructo, contuve el último vuelco histérico de mi tracto digestivo. Miré el plato y encontré un par de pedazos generosísimos de carne, de un color carmesí intenso, como bañado en un exquisito vino tinto. Sin dudarlo dos veces, encajé tenedor y cuchillo al jugoso pedazo aquél, para llevarlo a la boca y sentir cómo la tiernísima carne se deshacía fantástica en mi paladar.

Y antes de que pudiera tragar aquél bocado el chef recitó: "veo, caballero, que no ha podido usted resistirse a probar los glúteos de macaco sileno o macaco 'cola de león', conocido así en el suoreste de la India no por su bravura, sino por ser víctima frecuente de diarreas tan fuertes que le hacen rugir con la sonoridad del mismísimo rey de la selva en el medio de la noche africana... por cierto, también está casi extinto y es imposible de encontrar en este lado del globo terráqueo."

Moraleja: el que nace pa' maceta, no pasa del corredor... yo salí de ahí corriendo a comer en un McDonald's, al fin y al cabo, esos no están en peligro de extinción.