viernes, 23 de julio de 2010

El infierno de lo "bajo en grasa"

Todo en ésta, su humilde casa, es "bajo en grasa". Empezando por la maldita leche "light" que sabe a líquido anticongelante del coche (que una vez probé mientras lo cambiaba, nomás para saber si era realmente tan tóxico como decía la botellita... y sí, es terriblemente tóxico, no lo prueben, yo sé lo que les digo).


Después está la mantequilla también baja en grasa, que parece que le estás untando al pan base de maquillaje. A veces me cuesta tanto encontrarle el gusto a un pan con esta pusilánime mantequilla que le embarro algo de Vick Vaporrub con tal de que me genere alguna sensación en la boca.


Las papas "Springles" que tengo dicen "libres de grasas trans"... a mí me gusta que las cosas estén saturadas de grasa y éstas, en cambio, están completamente libres de grasa y de sabor, es igual que morder un pedazo de cartón. El azúcar por supuesto ni soñar que existe aquí, pues tenemos un maldito edulcorante que después de sorber el café te deja el sabor horrible como de haber chupado un clavo, y la sal es "baja en sodio" lo que significa que te queda un sabor amargo en la lengua que no se te va ni tallándola con "scotch brite" (y eso que tiene cuatro fibras en una).


La gaseosa o refresco es "zero", y aunque no sé qué diablos significa "fenilcetanúricos, contiene fenilalanina", yo me imagino que la fenilanalanala...nilina ésa debe ser una porquería porque el resultado es "zero sabor".

El cereal, que se supone que es una especie extraña de fibra, sabe peor que tragar aserrín... eso sí, debe tallar el intestino con singular alegría, pero para eso bastaría un buche con drano y sabe menos feo.


El colmo ha llegado cuando hasta el agua es "light". Nunca supe en qué momento el agua empezó a contener grasa, pero ahora resulta que hay que quitársela y que el agua de manantial, en donde se duchan las ratas de campo, es más sana que la de la llave-grifo-canilla en donde se duchan las ratas de ciudad.


Total que en esta casa, todo es "bajo en grasa" menos yo, porque la grasa no la bajo ni tragando alimentos "bajos en grasa".

sábado, 10 de julio de 2010

¿La inteligencia se mide de la cabeza al cielo?


Cuando a mis escasos 17 años me di cuenta que no iba a crecer más, supe que iba a ser lo que los científicos denominan en lenguaje altamente técnico y especializado: "chaparro". Y desde entonces pensé que era una desventaja ser "petiso", pues toda nuestra sociedad está enfocada a "destacar" y, al ser bajo de estatura, lo que menos hacía entre las masas era precisamente eso.


De niño recuerdo que en la escuela nos reunían a todos en el patio del colegio para alimentarnos mediante el moderno sistema que se acostumbraba en ese entonces, muy similar al de las gallinas o al de los buitres: las maestras tiraban tripas de cerdo al aire y sólo los más altos alcanzaban a pescarlas al vuelo. Yo, siendo "bajito", no alcanzaba a agarrar nada, de nos ser por algunas que caían al suelo o alguna regurgitación del compañero más alto. Ahí empecé a sospechar que mi estatura era una desventaja.
También me di cuenta que la estatura pequeña podría significar la diferencia entre la vida y la muerte, cuando en las clases de natación, el profesor nos ponía a hacer "calentamiento" en la parte "media" de la piscina, en donde el promedio de mis compañeros tocaba el fondo y podían hacer los ejercicios con brazos y hombros por fuera del agua. Yo, por el contrario, los ejercicios con brazos y hombros que hacía eran manotazos de ahogado, intentando sacar la cabeza del agua para no asfixiarme. Las únicas competencias que ganaba en la alberca eran las de supervivencia.
Pero a lo largo de mi vida me he dado cuenta que ser "petiso" no es tan grave y que, de hecho, tiene algunas ventajas:
  • Una vez en la secundaria un neanderthal lanzó con furia en medio del salón un arma blanca, que me pasó rosando la cabezota pero que finalmente fue a incrustarse con singular alegría en el pecho a otro de mis compañeros que, por cierto, sostenía entre sus manos un machete de carnicero (tomar en cuenta que yo estudié la secundaria en el reformatorio para menores No. 126, llamado "Pequeño Diablillo").

  • Al tropezarme con los cordones de mis zapatos mi cabeza recorría una menor distancia del cielo a la tierra, lo que me evitó varias fracturas al estrellar el cerebro contra más de una roca (eso, y que el doctor también dice que tengo una formación óseo-craneal más dura que el promedio: una extraña enfermedad conocida como "cabeza dura").

  • En las manifestaciones comunistas a las que solía asistir en mi pubertad incendiaria, siempre los gases lacrimógenos con los que nos combatían las fuerzas públicas del bien tendían a ascender, por lo que yo incluso ni siquiera necesitaba gatear para evitar aspirarlos (mientras otros chillaban a moco tendido, yo podía seguir dando puntapies revoltosos a los oficiales en medio de la conmoción)

  • En una de mis primeras oficinas donde teníamos gavetas por encima de la cabeza, nunca me destrocé el cráneo al dejar caer la cubierta de la misma, cosa que ocurría con frecuencia a varios de mis compañeros (que incluso con el tiempo se demostró estadísticamente que era una de las principales causas de muerte en esa oficina).

  • Finalmente, cuando la quincena no me alcanza para pagar mis innumerables deudas, en más de una ocasión me he parado a la salida de un circo y recibo una gran cantidad de propina sin necesitar siquiera poner un cartel (generalmente la gente me tira monedas junto con la frase "la naturaleza se ensañó contigo, hijo". Ah, y también se puede trabajar de asistente de Santa Claus!
Definitivamente no coincido con aquel dicho que le atribuyen a Napoleón: "la inteligencia se mide de la cabeza al cielo", porque la inteligencia no tiene nada que ver con la estatura (al menos no lo han demostrado todavía los estudios). También sé que jamás "destacaré" al entrar a un salón por tener una presencia impresionante y, de hecho, muchísimas veces paso inadvertido. Pero sí recuerdo algo muy interesante que mencionó Al Pacino en uno de los guiones de sus personajes, haciendo alusión a su propia estatura baja: "lo bueno de ser petiso es que nadie espera de ti grandes cosas... tienes la ventaja de sorprender". Una buena ventaja después de todo, ¿no creen?

sábado, 3 de julio de 2010

Terror a volar


Odio terriblemente tener que "volar". Lo encuentro una experiencia no sólo antinatural, sino que te obliga a la convivencia extrema entre seres humanos con los cuales lo único que tienes en común es la necesidad de ir en ese mismo vuelo al mismo lugar. ¿O acaso alguno de ustedes no ha padecido aún el síndrome del "vecino incómodo" de pasillo?

Desde que la vi, sentada ahí en la sala de espera, tuve un mal presentimiento. Y no era tanto por su apariencia desgarbada, sus evidentes 80 kilos de sobrepeso, las migajas que tiraba sobre su regazo al comer una empanada o las flatulencias que de vez en vez dejaba escapar. No, era porque alcancé a escuchar mientras a ambos nos asignaban un lugar en el avión que le había tocado justo a mi lado.

Como la típica pasajera que se quiere adelantar a los demás, se formó en la fila de abordaje mucho antes de que llamaran a nuestros asientos. Siempre he detestado esa actitud en algunos viajeros de querer "ganarle algo a alguien" aunque no saben ni qué, ni a quién. Mis problemas empezaron cuando llegué a mi lugar y la mujer estaba intentando hacer entrar a la fuerza sus tres piezas de equipaje que, obviamente, no quiso documentar y que algún torpe de la aerolínea no la obligó a hacerlo.

Después de lograr meter dos de esas piezas, empezó a sufrir con su última maleta, una respetable valija 'Samsonite' de gran tonelaje. Ella sufría al levantarla del piso y tratar de encajarla en los compartimentos superiores: sudaba y gemía como un pequeño cerdo de vez en cuando al pellizarse los dedos empujando la maleta. Detrás de ella estaba yo, seguido de una fila de furiosos pasajeros que me miraban a mí, como si yo tuviera la culpa de que la infame mujer tardara tanto.

"¿La ayudo?" - pregunté caballerosamente, a lo que ella respondió: "¡Menos mal! Si me ve que estoy sufriendo con esto...", como si fuera mi responsabilidad su estupidez. Tomé su maleta y casi me saco una hernia tratando de levantarla del piso. "¿Qué trae usted aquí? ¿Piedras?" - pregunté mientras forcejeaba para introducir aquella valija; ella no respondió, se limitó a mirarme sufrir mientras la auxiliar de vuelo me gritaba desde lejos con la cara encendida, pensando que era mi equipaje: "¡Señor, eso no va a entrar ahí!". Yo no estaba dispuesto a perder más tiempo bajándole sus tres malditas maletas para documentarlas, por lo que la emprendí a puñetazos salvajes contra la maleta, logrando meterla hasta el fondo no sin antes conseguir que la mujer gritara: "¡no le pegue que traigo unos fetos de gato siamés metidos en botellas de formol!".

La infame mujer se sentó en el asiento del medio y yo quedé en el pasillo. Todavía no despegábamos cuando sus malditas botellas de formol me empezaron a gotear en la cabezota desde el compartimento superior. "Señora, su formol me está goteando" - le indiqué con elegancia, a lo que ella gruñó: "¡le dije que no la golpeara!". El formol mezclado con los cadáveres de los gatos generó tal pestilencia que la auxiliar de vuelo se acercó a mí y antes de alcanzarme, la diabólica mujer liberó una sonora flatulencia, por lo que la azafata pensó que había sido yo. "Señor, si tiene algún problema de dispepsia grave lo invito a pasar al fondo del avión donde están localizados los baños" - me dijo.

Así me soplé 2 horas de vuelo, con líquidos de gatos muertos sobre la cabeza y recibiendo los escupitajos de la "mujer tapir" mientras devoraba la pasta que le habían servido. Calculo que la salsa le cayó mal porque empezó hacer muecas y ruidos raros con el estómago, y a retorcer las piernas como si quisiera evitar que se le rompiera la fuente aunque no estaba embarazada. Después de algunos estertores y sudando como puerco en matadero, me pidió dejarla pasar al baño. Con la bandeja de alimento frente a mí empecé a sufrir con la peripecia, pues yo intentaba levantarme del lugar para dejarla pasar, pero ella tenía una prisa infernal por lo que no esperó a que yo me incorporara, sino que se avalanzó frente a mí con la rapidez de un rinoceronte africano en plena carga.

Su voluminoso cuerpo no alcanzó el pasillo, por lo que se me vino encima de manera bestial, no sin antes liberar nuevamente una sonora flatulencia que no impidió que yo escuchara claramente cómo al caerme encima los huesos de mis rótulas crujían y protestaban con violencia. "¡Ay, hija de la...!" - se me escapó un leve improperio producto del dolor, al cual ella no prestó atención y corrió al baño dejando un rastro extraño en mi pantalón y por el pasillo del avión.

Una hora más duró mi tortura hasta que el avión finalmente tocó tierra. La maldita mujer no pudo descargar sus valijas de los compartimentos superiores, por lo que otra vez tuve que bajarle los ataúdes de sus mininos infernales, teniendo como testigos tras de mí a una horda de viajeros que me miraban con asco por la pestilencia de mi cabeza y mi mancha en el pantalón.

Comprenderán mi prisa por abandonar la aeronave por lo que empecé a apurar a la mujerzuela que avanzaba delante de mí con la lentitud de quien padece un problema psicomotor severo. Los viajeros detrás de mí empezaron a presionarme más y más. Casi logré alcanzar la salida del avión cuando por la premura de todos me tropecé con la valija de los gatos fétidos que arrastraba el manatí aquel, y le caí encima al final del pasillo, llevándome conmigo a dos de las auxiliares de vuelo. De inmediato me saltaron el capitán y su copiloto, sometiéndome en el piso, alegando algo de "acoso sexual" que yo no alcancé a escuchar bien en medio del alboroto.

Hoy, a varios meses del incidente y a pesar de estar usando Ajax Amonia para lavarme el cuero cabelludo, todavía no logro quitarme el olor a gato muerto que traigo en la cabezota...