domingo, 6 de septiembre de 2009

Nunca seré de la "alta"

Nunca seré de la clase alta-altísima. Siempre preferiré ser de la clase baja-bajísima, esa que no puede llegar más bajo, no por cuestión socioeconómica, sino por mi comportamiento de homo erectus... ése que apenas levantaba los brazos del piso en su carrera evolutiva.

Hace unos días me invitaron a almorzar en un prestigiosísimo (sisisisísimo) restaurante. Yo agradezco enormemente el gesto de cortesía porque mi anfitriona realmente es de una categoría más allá de este universo y quiso compartir su clase y elegancia conmigo. Lo lamento por ella, porque alguien tan agreste como yo, sólo puede desperdiciar esos detalles... como dicen: es tirarle margaritas a los chanchos.

Desde que entré al restaurante me topé con un escenario exquisito: una pequeña salita de "estar" con una pantalla de plasma proyectando un concierto filarmónico; hacia el fondo, una sola mesa larga para seis personas, con el menú de cuatro tiempos impreso sobre el plato; y, finalmente, al costado, una gran cocina expuesta, con 3 chefs y diversas parrillas, especias y vinos para condimentar.

Obviamente fue demasiado esmero para mí solo y no tardé en empezarme a sentir incómodo. Nos invitaron a ocupar la mesa y, tras sentarnos, el chef principal empezó a explicarnos el menú que degustaríamos ése día... desde que escuché el primer plato, el estómago se me empezó a revolver.

Lo primero en llegar a la mesa fueron unas fantásticas ancas de rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas, es decir, un anfibio que el chef fue muy enfático en mencionar que "no se encontraba por estos lugares". Miré mi plato y había como cuatro "palitos de queso empanizado" de los que a veces me compro para mirar los partidos por TV en mi casa. Intenté engañarme psicológicamente pensando que lo que mordería eran palitos de queso de los que me compro cuando miro partidos por TV en mi casa, pero al encajarle los dientes y ver esa carne blancuzca-transparentosa, de inmediato me llegó el sabor a la lengua de una rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas... y con ella vino el primer espasmo estomacal.

Yo sé que las ancas de rana no son la gran cosa, pero yo nunca las había comido y menos preparadas de manera tan "elegantiosa". Inteligentemente empecé a desmenuzar con el tenedor aquellas pequeñas "piernitas" sobre mi plato para extender la poca carne que las cubría por toda la superficie, como dando la impresión de que me había encantado, pero era yo desprolijo para comer. Logré destantear al mesero, quien de inmediato vino y recogió mi plato para llevárselo.

"Uff" - pensé para mí - "lo logré... ahora debe venir una carne de res decente". En esa reflexión estaba cuando me ponen enfrente un crustáceo-molusco-babosáceo con queso parmesano encima, cuya impresión me causó tanto asco que no alcancé a escuchar la descripción completa del chef en que decía que el bichito era tan raro que "no se le encontraba ni de milagro por estos lugares del planeta".

Le encajé la cuchara a la cosa gelatinosa esa y reventó una burbuja y un líquido viscoso que logró que se me escapara una de esas arcadas que no se pueden disimular. "Está usted bien?"- preguntó alarmada mi anfitriona. Controlando el bolo alimenticio que había yo regurgitado con el espasmo anterior, dije: "me encuentro de maravilla!". En estos momentos siempre he agradecido el segundo estómago que por error genético la naturaleza me dio, en donde puedo almacenar comida predigerida para mis cachorros... cuando los tenga. Bendita evolución de Darwin!

Empinándome la copa de vino completa y al grito de "en caliente ni se siente", me sorbí como un degenerado el molusco aquel, intentando no pensar en el ectoplasma que me resbalaba por el cogote.

El estómago se me rebelaba por debajo de la mesa, sin el romanticismo de la canción de Luis Miguel, revolviéndose con una náusea colérica más al estilo de Sartre. Pensé para mí mismo "por favor, que ya llegue el plato fuerte, un buen pedazo de carne de res logrará sacarme este asco de encima...".

Finalmente llegó el plato fuerte. Lanzando un suspiro o, mejor dicho, disimulando un pequeño eructo, contuve el último vuelco histérico de mi tracto digestivo. Miré el plato y encontré un par de pedazos generosísimos de carne, de un color carmesí intenso, como bañado en un exquisito vino tinto. Sin dudarlo dos veces, encajé tenedor y cuchillo al jugoso pedazo aquél, para llevarlo a la boca y sentir cómo la tiernísima carne se deshacía fantástica en mi paladar.

Y antes de que pudiera tragar aquél bocado el chef recitó: "veo, caballero, que no ha podido usted resistirse a probar los glúteos de macaco sileno o macaco 'cola de león', conocido así en el suoreste de la India no por su bravura, sino por ser víctima frecuente de diarreas tan fuertes que le hacen rugir con la sonoridad del mismísimo rey de la selva en el medio de la noche africana... por cierto, también está casi extinto y es imposible de encontrar en este lado del globo terráqueo."

Moraleja: el que nace pa' maceta, no pasa del corredor... yo salí de ahí corriendo a comer en un McDonald's, al fin y al cabo, esos no están en peligro de extinción.