sábado, 25 de julio de 2009

Como chícharo en charola grande

Hace unos días, por Twitter, confesé que hay dos cosas que me desagradan del nuevo lugar en el que vivo: 1) la carretera y, 2) los taxis. Como en muchas ciudades del mundo, subirte a un taxi en esta ciudad es arriesgar el pellejo, casi tanto como encerrarte en una jaula con mandriles y tirarte por un barranco para aumentar la adrenalina.

Particularmente en viernes, conseguir un taxi al salir de la oficina es un acto de fé. Pueden pasar horas sin conseguir uno y creo que es el momento en el que los taxistas más se dan el lujo de escoger a sus víctimas, conscientes de la sobredemanda.

Esa noche logré enganchar a uno, ondeándole un billete de 50 dólares con una mano, y con la otra una revista "Play Boy". Creo que ahí fue donde nuestra relación comenzó mal, pues al subirme al taxi vio que el billete no era de "dólares" sino "panchólares", y que sólo había usado la cubierta de "Play Boy" para disfrazar la verdadera revista que llevaba conmigo: "Hombre de Casa Moderno", que en esta edición contenía un artículo que hablaba de cómo echar los calzones oscuros a lavar en cloro sin que pierdan el color y la suavidad.
Indiqué mi destino y me sumí en el asiento en calidad de autista, disponiéndome a leer el interesante artículo. Recuerdo que llegué justo a la parte más entretenida del mismo, en la que narraba cómo lograr que el resorte no se aguade colocándole unos granitos de sal antes de echar a remojar, cuando un súbito chirrido de llantas y un amarrón bestial me lanzó hacia delante para darle un beso al taxista en el coco pelado.

"Cómo así?!?" - me reclamó el individuo, mientras yo volvía violentamente a mi posición original, motivado por la fuerza de gravedad - "Nada de besitos en la nuca!" - me dijo.

"Disculpe usted" - le respondí con aplomo, mientras me restregaba las hojas de la revista contra la lengua, intentando sacarme el sabor a cuero cabelludo y un par de pelos que le había arrancado de la nuca a aquel sujeto - "Su singular estilo de disminución de la velocidad me proyectó con vigor hacia adelante", concluí.

Retomé la lectura al tiempo que el individuo iniciaba frenéticamente el recorrido. No pude volver a concentrarme en la manera en que se puede conseguir una suavidad de terciopelo en la ropa interior, cuando de nuevo sentí un maniático volantazo y salí disparado hacia delante, para alcanzar a saludar al San Judas Tadeo que traía el tipo en el tablero, antes de reventarme la dentadura contra el mismo.

"Óigame, no me desgracie al Santito!" - se atrevió a reclamarme el tipo, en tanto yo buscaba mi incisivo frontal izquierdo debajo del tapete del copiloto. "Quizá si usted no frenara con tal brutalidad, yo conservaría mi dentadura intacta y usted mantendría sus íconos religiosos en sus respectivos nichos" - respondí, ya con cierta molestia.

No terminaba yo todavía de recuperarme, cuando el tipo inició la marcha de manera frenética, rebasando autos, ignorando semáforos, atropellando peatones y deshaciéndose de motociclistas. Yo trataba de asirme de algún lugar, pero al rebotar de un lado a otro, mi cerebro empezó a dejar de funcionar de manera óptima, hasta que nuevamente el carro frenó como si el tipo hubiera tirado un ancla al asfalto para amarrarse en seco.

El taxista abrió la puerta y salió corriendo como desaforado. Por unos segundos me rasqué la cabeza e intenté comprender el movimiento aquél, mientras a lo lejos me distrajó un silbato muy poderoso... por un momento dudé, hasta que mirando por la ventanilla comprendí que el auto había quedado justo a mitad de las vías del tren, con el semáforo en rojo.

Fue entonces que, como un endemoniado, empecé a gritarle al taxista que no me abandonara ahí, que tuviera piedad por amor de diosito santo, que volviera y me abriera esa trampa mortal en la que me había encerrado... pero nada. Rompí en llanto y, en medio de mis lágrimas, la emprendí a cabezazos contra el vidrio del taxi hasta que lo rompí (después recordé que pude haberlo hecho con el tacón del zapato, pero ya era muy tarde, el daño cerebral estaba hecho).

Escurriéndome por la ventana, salí del auto para caer en un lodazal, ensuciando mi traje Ermenegildo (Galeana), mientras veía el faro del tren acercarse colérico hacia mí. En ese momento, volvió el taxista y se subió al taxi gritándome: "Ya me desgració la ventana! Si nomás iba por unos cigarros, ni aguanta nada! Trépese de vuelta...".

Yo salí corriendo de ahí como una Magdalena, hundiendo mi llanto en el portafolio de mi laptop, que espero no estropear con los mocos y las babas, metáforas de mi desasosiego interno. Sin embargo, aún no sé si, con lo poco que aprendí del artículo que venía leyendo en el taxi, alcanzaré a rescatar mi ropa interior de los estragos ocasionados por lo sucedido en ese viaje.

sábado, 11 de julio de 2009

Alegría malsana

Tengo que confesarlo: disfruto enormemente de la alegría malsana, esa que te hace desternillar de risa cuando a alguien le pasa algo y te sabes inmune. Pero también confieso que cada vez creo más en el karma, porque siempre que me burlo de algo inevitablemente se me regresa. Aun así, creo que por más que el universo me siga devolviendo las cosas multiplicadas por siete, no dejaré de disfrutar de mi alegría malsana!

En el edificio en el que vivo trabajan dos policías "dizque" cuidándolo. Ambos son buenas personas, pero hay que decir que mucho de policías, lo que se dice policías, no tienen... o bueno, depende de las características que definen a un policía. Digamos que no cumplen con el prototipo del policía, pero sí con el estereotipo: son medio gansos en su oficio.

Uno de ellos, particularmente, se queda dormidísimo siempre que puede (no digo siempre que quiere, porque estoy seguro que lo hace contra su voluntad). Algunos vecinos se han quejado de que vigilar, lo que se dice vigilar, no se le da. La cosa es que la semana pasada iba yo saliendo por la mañana del apartamento y para sacar mi carro el policía en cuestión debe abrirme la puerta del estacionamiento. Yo montado en el auto esperé y esperé, y nada, así que encolerizado me bajé y fui hasta la casetita que tienen, sólo para encontrarlo sumido en el más profundo sueño. Hasta roncaba el infeliz! En ese momento fui consciente de la oportunidad que tenía, y tuve que contener mi risa interna para no delatar mi chascarrillo. Esperé unos segundos hasta que viniera su ronquido más profundo para moverle la silla como degenerado, gritándole: "ME ABRE EL ESTACIONAMIENTO, POR FAVOR!". El tipo se sacudió como endemoniado, se le escapó un gas y, entre el sopor del sueño, la peste del gas, algo de molestia y vergüenza, accedió en el acto.

Varios días me duraron las carcajadas internas cada vez que recordaba el cuadro, hasta que llegó esa noche fatídica en la que, al no circular mi carro (acá el "Hoy no circula" se llama "Pico y Placa" y aplica para todos los autos, no importa el año de fabricación), tomé un taxi de regreso de la oficina y llegué un poco tarde a casa. Hacía frío y el cielo relampagueaba en medio de la noche, como si fuera un mal agüero. Me bajé del taxi y caminé hacia la entrada del edificio. Ahí, ineluctáblemente uno debe tocar el timbre y esperar que el policía abra la puerta, así que lo hice, pero nada pasó. Nuevamente hice sonar el timbre y nada. Nadie parecía escucharlo. Primero me encabrité, bien encabritado, y pensé: "este haragán otra vez se durmió!". Luego me empecé a preocupar porque la lluvia era inminente y yo no quería que se me mojara mi traje Ermenegildo (Galeana). Así que empecé a pegar de golpes en la ventana para lograr arrancar al tipo de las garras de morfeo, donde quiera que se hubiera quedado dormido. La lluvia se soltó inclemente y no sólo mojó mi traje Ermenegildo (Galeana) sino hasta mis calcetines con rombos, que fue lo que más rabia me dio!

En eso, en medio de la oscuridad de la noche lluviosa y presagiosa, por la acera de la calle vi caminar una figura oscura, con paso desafiante, dirigiéndose a mí. La sombra lo cubría de pies a cabeza y lo hacía lucir espeluznante y colosal. El viento le hacía volar una especie de capa y el cabello, de tal forma que parecía acercarse el propio Lucifer. En ese momento me entró terror y empecé a golpear la puerta de la entrada como un condenado, gritando: "Por favor, señor policía, déjeme entrar, por amor de la virgencita, el santo niño de atocha y el señor caído de monserrate!". Nadie me abrió. Me sentí perdido, abandonado a mi suerte que segúramente sería fatídica con ese ser demoníaco que en un par de segundos estuvo frente a mí.

Una milésima de segundo antes de que yo perdiera el control de los esfínteres, tirado en el piso llorando de desesperación, la luz de la entrada alumbró aquélla figura, sólo para descubrirme que era el insecto policía, cubierto con un rompevientos, despeinado después de su maldita siesta de tres horas. Mirándome en el piso, tirado, como perro atropellado, el policía se limitó a decir: "ya, no chille, ya le abro... estaba en el estacionamiento abriéndole la puerta a alguien más."