miércoles, 7 de octubre de 2009

Chau "Negra"


"El se da cuenta y asustado se lamenta... los genios no deben morir", rezaba con suavidad la voz de Ana Torroja hace 20 años, cuando España se daba cuenta que perdía a uno de sus hijos pródigos. A reserva de sonar ignorante, creo que América Latina no ha aportado al mundo grandes inventos o desarrollos científicos, al menos no con la frecuencia y magnitud con la que parecen hacerlo otras latitudes.

Lo que sí es claro es que nuestra región ha sido tierra fértil a lo largo de su historia, principalmente, de grandes pensadores, escritores, pintores, etc. En cierta forma es un orgullo contribuir a la humanidad a través de las bellas artes, porque más allá de los fines prácticos de la ciencia y la medicina, las bellas artes parecen apuntar a "la divinidad" del hombre, a aquello que intenta hacernos trascender nuestra condición humana mortal. ¿Qué sería del ser humano si no pudiera expresarse a través de la literatura, la pintura o el canto? Por ello no he podido dejar de pensar que este año 2009 Latinoamérica perdió dos de sus más grandes contribuciones al mundo: Mario Benedetti y Mercedes Sosa.

En lo personal, quise agregar una nota en este espacio porque ambos valuartes aportaron a mi vida ideas, valores, emociones y sensaciones que llevaré conmigo hasta el día de mi muerte y, lo más importante, me ayudaron a prestar atención a las cosas que son realmente importantes en esta efímera y extrañísima existencia que parece rodeada de oscuridad, que se plantea como una enorme incógnita desde su origen hasta su desenlace.

Puedo decir abiertamente que la primera vez (y creo que la última) que lloré - sí, lloré, y como un niño - con un texto, fue al enterarme de la muerte de "Laura Avellaneda" y de la desolación inexorable en el corazón de "Martín Santomé". La pérdida de "Avellaneda" es una pérdida que todavía hoy no puedo superar, porque sé que es una tragedia con las características impredecibles y casi crueles que suelen marcar la existencia del hombre, una tragedia que se repite todos los días para los distintos "Martín Santomé" que nos toca pasar por este mundo.

Puedo decir, de la misma forma, que la primera vez que encontré que una canción realmente condensaba en unas cuantas estrofas, absolutamente sencillas, la maravilla de la dicotomía de la vida humana, fue cuando escuché, en voz de "La Negra Sosa", Gracias a la Vida.

Y desde ese momento conocí realmente a Mercedes Sosa y encontré en su voz, intérprete de diversos genios, la voz de las distintas emociones y condiciones humanas que suelen pasar desapercibidas ante el frenesí de este terrible mundo moderno.

Más allá de lo que se dice de La Negra, que si era de izquierda dándose lujos de derecha, que si estaba vetada o no por los medios del mundo neoliberal latinoamericano, que si es un cliché hablar de ella como lo es de Pablo Milanés o Fernando Delgadillo (que me perdonen los puristas líricos si ofendo a alguien con la comparación), yo me quedo con lo bueno: Mercedes Sosa cantó desde el corazón del "pueblo" latinoamericano, y en sus facciones, en su voz potente, en su cabello negro como la suerte de los grupos indígenas condenados a la discriminación, el mundo entero conoció la grandeza de nuestra cultura autóctona y la sencillez de nuestra cosmogonía maya, mapuche, toba, garaní, quechua, guajiro, yaqui, y un larguísimo etcétera.

Chau, Negra... Chau, Mario... nunca más alguien como ustedes. Vendrán muchos, vendrán otros, pero nunca más alguien como ustedes.

sábado, 3 de octubre de 2009

El eterno forcejeo

Hace unos días leí un "tweet" de una amiga que me hizo reflexionar con profundidad sobre uno de los principales problemas que aquejan a la humanidad postmoderna o sobreviviente a la revolución industrial: entrar en unos jeans recién lavados.

El "tweet" no sólo me hizo reflexionar sino que en cierta forma me trajo alivio, pues entendí que eso de lograr ajustarse nuevamente unos "jeans recién lavados" no sólamente era un reto para mí que - siendo honestos, no soy una 'varita de nardo' - sino para cualquier mortal; incluso investigué en Wikipedia y hasta Houdini prefería encadenarse bajo el agua, en una caja fuerte con candados, con una camisa de fuerza y tiburones a su alrededor, antes de incluir en sus presentaciones trucos con "jeans recién lavados".

Y la reflexión viene al caso porque el trauma se repitió hace un par de semanas, cuando por la mañana de un domingo quise ponerme "cómodo" para disfrutar del fin de semana y al tomar mis jeans del clóset pude sentir en cuanto los toqué que la acción del Rendidor Cloralex había surtido efecto sobre ellos.

Una rabia inmensa me golpeó la cabeza porque mis jeans fueron lavados sin avisarme, y moldear esos jeans me había tomado MESES de esfuerzo, no sólo de aflojarlos sino de "curtirlos": me revolqué en terregales con ellos, les derramé todo tipo de líquidos (incluyendo baba de las comidas), los restregué contra el piso para sacar un par de manchas y les impregné mi olor característico para poder reconocerlos en caso de que ocurriera una de esas leyendas urbanas en las que cuentan que "qué pasaría si ese día al salir de casa te atropellan y te tiene que recoger una ambulancia y te quitan los pantalones"... a mí no me interesa con qué calzones vaya ese día, y si tienen hoyos o no, sólo me interesa recuperar mis jeans del repositorio del hospital!

Todavía manteniendo la calma, tomé los jeans, respiré hondo, como ignorando que estaban recién lavados y empecé a ponérmelos, pensando que si ellos no se daban cuenta que yo ya estaba predispuesto, entrarían sin problema alguno. Pero eso no ocurrió. En el trayecto de la rodilla al muslo se aferraron a la pierna con la furia con la que un gato se agarra de un poste cuando intentan bajarlo los bomberos. Y empezó "el eterno forcejeo". Me tiré en la cama y comencé a revolcarme como gusano pero ni así cedían y, para agravar el asunto, desde la sala escuché a alguien gritarme: "qué te pasa?? estás jugando a la larva??!".

Me levanté colérico, tomé los jeans por las piernas y comencé a azotarlos contra el piso una y otra vez, con la intención de que cedieran en su voluntad de fastidiarme la existencia. Repetí la operación un par de veces, hasta que desde la sala alguien me gritó: "qué te pasa?? estás castigándolos por la pizza y la cerveza que te tragaste anoche??!".

Ciego de furia, me los puse de vuelta y tiré de ellos para subirlos con fuerza hasta donde llegaran, ya nada me importaba. El movimiento fue tan agresivo que logré doblegar su voluntad y subirlos como correspondía. Sin embargo, la sensación horrible que suele experimentarse con los "jeans recién lavados" fue más incómoda que de costumbre. Me miré al espejo y noté - horrorizado - que había logrado subir los malditos pantalones, pero me los había puesto al revés! Casi me puse a llorar, cuando escuché desde la sala un grito: "qué te pasa?? no sabes distinguir el frente??!".

Me saqué los malditos pantalones, los arrojé contra el piso por desafiarme, les encajé un par de patadones, los maldije a ellos y a sus descendientes por 6 generaciones, y finalmente los lancé al cesto de la basura, con un profundo sentimiento de derrota.

Aceptando la realidad, completamente vencido, alcé la voz para reclamar y preguntar: "hoy no voy a usar los malditos 'jeans recién lavados'... dónde están mis jeans viejos y completamente domesticados??!!", a lo que una voz fría y lapidaria respondió con crueldad: "esos que intentabas ponerte con tanto ahínco son tus jeans viejos y 'domesticados", no los has mandado lavar desde hace meses!!".

domingo, 6 de septiembre de 2009

Nunca seré de la "alta"

Nunca seré de la clase alta-altísima. Siempre preferiré ser de la clase baja-bajísima, esa que no puede llegar más bajo, no por cuestión socioeconómica, sino por mi comportamiento de homo erectus... ése que apenas levantaba los brazos del piso en su carrera evolutiva.

Hace unos días me invitaron a almorzar en un prestigiosísimo (sisisisísimo) restaurante. Yo agradezco enormemente el gesto de cortesía porque mi anfitriona realmente es de una categoría más allá de este universo y quiso compartir su clase y elegancia conmigo. Lo lamento por ella, porque alguien tan agreste como yo, sólo puede desperdiciar esos detalles... como dicen: es tirarle margaritas a los chanchos.

Desde que entré al restaurante me topé con un escenario exquisito: una pequeña salita de "estar" con una pantalla de plasma proyectando un concierto filarmónico; hacia el fondo, una sola mesa larga para seis personas, con el menú de cuatro tiempos impreso sobre el plato; y, finalmente, al costado, una gran cocina expuesta, con 3 chefs y diversas parrillas, especias y vinos para condimentar.

Obviamente fue demasiado esmero para mí solo y no tardé en empezarme a sentir incómodo. Nos invitaron a ocupar la mesa y, tras sentarnos, el chef principal empezó a explicarnos el menú que degustaríamos ése día... desde que escuché el primer plato, el estómago se me empezó a revolver.

Lo primero en llegar a la mesa fueron unas fantásticas ancas de rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas, es decir, un anfibio que el chef fue muy enfático en mencionar que "no se encontraba por estos lugares". Miré mi plato y había como cuatro "palitos de queso empanizado" de los que a veces me compro para mirar los partidos por TV en mi casa. Intenté engañarme psicológicamente pensando que lo que mordería eran palitos de queso de los que me compro cuando miro partidos por TV en mi casa, pero al encajarle los dientes y ver esa carne blancuzca-transparentosa, de inmediato me llegó el sabor a la lengua de una rana toro moteada cuasi extinta de la región alta del amazonas... y con ella vino el primer espasmo estomacal.

Yo sé que las ancas de rana no son la gran cosa, pero yo nunca las había comido y menos preparadas de manera tan "elegantiosa". Inteligentemente empecé a desmenuzar con el tenedor aquellas pequeñas "piernitas" sobre mi plato para extender la poca carne que las cubría por toda la superficie, como dando la impresión de que me había encantado, pero era yo desprolijo para comer. Logré destantear al mesero, quien de inmediato vino y recogió mi plato para llevárselo.

"Uff" - pensé para mí - "lo logré... ahora debe venir una carne de res decente". En esa reflexión estaba cuando me ponen enfrente un crustáceo-molusco-babosáceo con queso parmesano encima, cuya impresión me causó tanto asco que no alcancé a escuchar la descripción completa del chef en que decía que el bichito era tan raro que "no se le encontraba ni de milagro por estos lugares del planeta".

Le encajé la cuchara a la cosa gelatinosa esa y reventó una burbuja y un líquido viscoso que logró que se me escapara una de esas arcadas que no se pueden disimular. "Está usted bien?"- preguntó alarmada mi anfitriona. Controlando el bolo alimenticio que había yo regurgitado con el espasmo anterior, dije: "me encuentro de maravilla!". En estos momentos siempre he agradecido el segundo estómago que por error genético la naturaleza me dio, en donde puedo almacenar comida predigerida para mis cachorros... cuando los tenga. Bendita evolución de Darwin!

Empinándome la copa de vino completa y al grito de "en caliente ni se siente", me sorbí como un degenerado el molusco aquel, intentando no pensar en el ectoplasma que me resbalaba por el cogote.

El estómago se me rebelaba por debajo de la mesa, sin el romanticismo de la canción de Luis Miguel, revolviéndose con una náusea colérica más al estilo de Sartre. Pensé para mí mismo "por favor, que ya llegue el plato fuerte, un buen pedazo de carne de res logrará sacarme este asco de encima...".

Finalmente llegó el plato fuerte. Lanzando un suspiro o, mejor dicho, disimulando un pequeño eructo, contuve el último vuelco histérico de mi tracto digestivo. Miré el plato y encontré un par de pedazos generosísimos de carne, de un color carmesí intenso, como bañado en un exquisito vino tinto. Sin dudarlo dos veces, encajé tenedor y cuchillo al jugoso pedazo aquél, para llevarlo a la boca y sentir cómo la tiernísima carne se deshacía fantástica en mi paladar.

Y antes de que pudiera tragar aquél bocado el chef recitó: "veo, caballero, que no ha podido usted resistirse a probar los glúteos de macaco sileno o macaco 'cola de león', conocido así en el suoreste de la India no por su bravura, sino por ser víctima frecuente de diarreas tan fuertes que le hacen rugir con la sonoridad del mismísimo rey de la selva en el medio de la noche africana... por cierto, también está casi extinto y es imposible de encontrar en este lado del globo terráqueo."

Moraleja: el que nace pa' maceta, no pasa del corredor... yo salí de ahí corriendo a comer en un McDonald's, al fin y al cabo, esos no están en peligro de extinción.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Zoopermarket

Muchas veces escuchamos que todos nos transformamos en un animal salvaje al poner las manos sobre el volante del auto, pero... sucede lo mismo cuando ponemos las manos sobre el carrito del super mercado?

A mí me parece que los pasillos de cualquier Wal-Mart, Carrefour, etc., se convierten en una pequeña muestra de lo que puede ser el periférico mexicano o la calle 94 bogotana, un viernes a las 6 de la tarde... existe todo un ecosistema enriquecido con una fauna tan peculiar como la del Amazonas o la Sabana africana.

Está el mono aullador, que te topas desde el estacionamiento (parqueadero); el ave de rapiña, que te encuentras con sus pequeños carritos ofreciéndote lavar y pulir tu auto por una súper promoción de 100 dólares; el pato criollo, o mujer despistada que camina y defeca en cada lugar donde se detiene, dejando el carrito atravesado a medio pasillo y, finalmente, la vaca, que al pagar en caja, deja su carrito y toma sus bolsas sin moverlo para que tú lo hagas.

Pero hace un par de fines de semana me sorprendí a mí mismo transformándome en tejón revoltoso, luego de un accidente de tráfico... en el super mercado.

Iba yo empujando el carrito, caminando tranquilamente por el pasillo del grupo alimenticio de las "Instant Ramen", disfrutando del solipsismo de lo que se conoce como "Blackberry Prayer" (de lo cual pienso hablar en un post más adelante) o la interesantísima revisión de Twitterberry, cuando de pronto sentí como si de la nada, un Boeing 747 kamikazee se hubiera precipitado con furia sobre mi talón derecho.

Dejé escapar un alarido de dolor implacable que creo incluso se filtró por el audio del tipo que anunciaba las naranjas a tres por mil pesos (hablando en pesos Juan Valdez), de esos dolores que sólo experimentan la mujeres expulsando al bebé en parto natural o los hombres miserables a los que un perfecto imbécil acaba de destrozarles el talón estrellándoles el carrito del súper mercado por detrás.
Después de unos segundos de revolcarme colérico en el piso, sobándome mi taloncito, me giré con rabia a castigar al pedazo de estiércol que me había partido el talón en dos, sólo para encontrar que era un condenado chamaco de escasos 7 años, empujando el carrito de su madre.

"Escuincle hijo de tu..." - alcancé a decir, antes de que su progenitora asomara su irresponsable rostro. Entonces tuve que tragarme mis palabras y me limité a mirar al demoniaco hemorroide con un odio indescriptible en mis pupilas. Y como si su imprudente forma de conducir dentro del supermercado no hubiera sido suficiente, todavía se carcajeó y siguió adelante, dejándome tirado ahí, en medio de mi agonizante dolor.

Así que me levanté presuroso y, todavía cojeando y enjugándome una lágrima, alcancé al engendro del mal justo en la esquina entre el grupo alimenticio de los Marinela y el eje vial número 7, para cerrarle el paso. El pequeño escupitajo se ardió tanto de que no lo dejara pasar, que empezó a perseguirme por todos los pasillos, intentando cerrarme el paso y tirándome encima su carrito cargado peligrosamente de explosivos tipo Ajax Amonia.
Sin embargo, mi amplia experiencia al volante y mi madurez de adulto le impidieron rebasarme una y otra vez, por lo que la persecusión duró varios pasillos, pasando por casi todos los grupos alimenticios, desde los Cocacoláceos hasta los Leguminosos. Pero llegando a las cajas, donde todo se convierte en un caos, el niño maniático intentó un movimiento temerario y prácticamente me embistió para ganarme el paso a la caja. Con un movimiento cuasi felino yo esquivé su golpé mortal y dirigí con velocidad mi carrito hacia la caja, festejando mi triunfo como si fuera la carrera final de la Nascar 2009... pero antes de poder celebrar, mi carrito se estrelló furiosamente contra el talón del tipo de adelante, un organgután de casi 2 metros de alto, que gimió como perro atropellado antes de desplomarse al piso del dolor.

Y mientras corría como gacela de Thompson buscando desesperadamente la salida, sólo alcancé a escuchar un grito que se filtró por el sistema de sonido del supermercado: "Corre, hijo de tu..., que si te alcanzo te mato!!!".

sábado, 25 de julio de 2009

Como chícharo en charola grande

Hace unos días, por Twitter, confesé que hay dos cosas que me desagradan del nuevo lugar en el que vivo: 1) la carretera y, 2) los taxis. Como en muchas ciudades del mundo, subirte a un taxi en esta ciudad es arriesgar el pellejo, casi tanto como encerrarte en una jaula con mandriles y tirarte por un barranco para aumentar la adrenalina.

Particularmente en viernes, conseguir un taxi al salir de la oficina es un acto de fé. Pueden pasar horas sin conseguir uno y creo que es el momento en el que los taxistas más se dan el lujo de escoger a sus víctimas, conscientes de la sobredemanda.

Esa noche logré enganchar a uno, ondeándole un billete de 50 dólares con una mano, y con la otra una revista "Play Boy". Creo que ahí fue donde nuestra relación comenzó mal, pues al subirme al taxi vio que el billete no era de "dólares" sino "panchólares", y que sólo había usado la cubierta de "Play Boy" para disfrazar la verdadera revista que llevaba conmigo: "Hombre de Casa Moderno", que en esta edición contenía un artículo que hablaba de cómo echar los calzones oscuros a lavar en cloro sin que pierdan el color y la suavidad.
Indiqué mi destino y me sumí en el asiento en calidad de autista, disponiéndome a leer el interesante artículo. Recuerdo que llegué justo a la parte más entretenida del mismo, en la que narraba cómo lograr que el resorte no se aguade colocándole unos granitos de sal antes de echar a remojar, cuando un súbito chirrido de llantas y un amarrón bestial me lanzó hacia delante para darle un beso al taxista en el coco pelado.

"Cómo así?!?" - me reclamó el individuo, mientras yo volvía violentamente a mi posición original, motivado por la fuerza de gravedad - "Nada de besitos en la nuca!" - me dijo.

"Disculpe usted" - le respondí con aplomo, mientras me restregaba las hojas de la revista contra la lengua, intentando sacarme el sabor a cuero cabelludo y un par de pelos que le había arrancado de la nuca a aquel sujeto - "Su singular estilo de disminución de la velocidad me proyectó con vigor hacia adelante", concluí.

Retomé la lectura al tiempo que el individuo iniciaba frenéticamente el recorrido. No pude volver a concentrarme en la manera en que se puede conseguir una suavidad de terciopelo en la ropa interior, cuando de nuevo sentí un maniático volantazo y salí disparado hacia delante, para alcanzar a saludar al San Judas Tadeo que traía el tipo en el tablero, antes de reventarme la dentadura contra el mismo.

"Óigame, no me desgracie al Santito!" - se atrevió a reclamarme el tipo, en tanto yo buscaba mi incisivo frontal izquierdo debajo del tapete del copiloto. "Quizá si usted no frenara con tal brutalidad, yo conservaría mi dentadura intacta y usted mantendría sus íconos religiosos en sus respectivos nichos" - respondí, ya con cierta molestia.

No terminaba yo todavía de recuperarme, cuando el tipo inició la marcha de manera frenética, rebasando autos, ignorando semáforos, atropellando peatones y deshaciéndose de motociclistas. Yo trataba de asirme de algún lugar, pero al rebotar de un lado a otro, mi cerebro empezó a dejar de funcionar de manera óptima, hasta que nuevamente el carro frenó como si el tipo hubiera tirado un ancla al asfalto para amarrarse en seco.

El taxista abrió la puerta y salió corriendo como desaforado. Por unos segundos me rasqué la cabeza e intenté comprender el movimiento aquél, mientras a lo lejos me distrajó un silbato muy poderoso... por un momento dudé, hasta que mirando por la ventanilla comprendí que el auto había quedado justo a mitad de las vías del tren, con el semáforo en rojo.

Fue entonces que, como un endemoniado, empecé a gritarle al taxista que no me abandonara ahí, que tuviera piedad por amor de diosito santo, que volviera y me abriera esa trampa mortal en la que me había encerrado... pero nada. Rompí en llanto y, en medio de mis lágrimas, la emprendí a cabezazos contra el vidrio del taxi hasta que lo rompí (después recordé que pude haberlo hecho con el tacón del zapato, pero ya era muy tarde, el daño cerebral estaba hecho).

Escurriéndome por la ventana, salí del auto para caer en un lodazal, ensuciando mi traje Ermenegildo (Galeana), mientras veía el faro del tren acercarse colérico hacia mí. En ese momento, volvió el taxista y se subió al taxi gritándome: "Ya me desgració la ventana! Si nomás iba por unos cigarros, ni aguanta nada! Trépese de vuelta...".

Yo salí corriendo de ahí como una Magdalena, hundiendo mi llanto en el portafolio de mi laptop, que espero no estropear con los mocos y las babas, metáforas de mi desasosiego interno. Sin embargo, aún no sé si, con lo poco que aprendí del artículo que venía leyendo en el taxi, alcanzaré a rescatar mi ropa interior de los estragos ocasionados por lo sucedido en ese viaje.

sábado, 11 de julio de 2009

Alegría malsana

Tengo que confesarlo: disfruto enormemente de la alegría malsana, esa que te hace desternillar de risa cuando a alguien le pasa algo y te sabes inmune. Pero también confieso que cada vez creo más en el karma, porque siempre que me burlo de algo inevitablemente se me regresa. Aun así, creo que por más que el universo me siga devolviendo las cosas multiplicadas por siete, no dejaré de disfrutar de mi alegría malsana!

En el edificio en el que vivo trabajan dos policías "dizque" cuidándolo. Ambos son buenas personas, pero hay que decir que mucho de policías, lo que se dice policías, no tienen... o bueno, depende de las características que definen a un policía. Digamos que no cumplen con el prototipo del policía, pero sí con el estereotipo: son medio gansos en su oficio.

Uno de ellos, particularmente, se queda dormidísimo siempre que puede (no digo siempre que quiere, porque estoy seguro que lo hace contra su voluntad). Algunos vecinos se han quejado de que vigilar, lo que se dice vigilar, no se le da. La cosa es que la semana pasada iba yo saliendo por la mañana del apartamento y para sacar mi carro el policía en cuestión debe abrirme la puerta del estacionamiento. Yo montado en el auto esperé y esperé, y nada, así que encolerizado me bajé y fui hasta la casetita que tienen, sólo para encontrarlo sumido en el más profundo sueño. Hasta roncaba el infeliz! En ese momento fui consciente de la oportunidad que tenía, y tuve que contener mi risa interna para no delatar mi chascarrillo. Esperé unos segundos hasta que viniera su ronquido más profundo para moverle la silla como degenerado, gritándole: "ME ABRE EL ESTACIONAMIENTO, POR FAVOR!". El tipo se sacudió como endemoniado, se le escapó un gas y, entre el sopor del sueño, la peste del gas, algo de molestia y vergüenza, accedió en el acto.

Varios días me duraron las carcajadas internas cada vez que recordaba el cuadro, hasta que llegó esa noche fatídica en la que, al no circular mi carro (acá el "Hoy no circula" se llama "Pico y Placa" y aplica para todos los autos, no importa el año de fabricación), tomé un taxi de regreso de la oficina y llegué un poco tarde a casa. Hacía frío y el cielo relampagueaba en medio de la noche, como si fuera un mal agüero. Me bajé del taxi y caminé hacia la entrada del edificio. Ahí, ineluctáblemente uno debe tocar el timbre y esperar que el policía abra la puerta, así que lo hice, pero nada pasó. Nuevamente hice sonar el timbre y nada. Nadie parecía escucharlo. Primero me encabrité, bien encabritado, y pensé: "este haragán otra vez se durmió!". Luego me empecé a preocupar porque la lluvia era inminente y yo no quería que se me mojara mi traje Ermenegildo (Galeana). Así que empecé a pegar de golpes en la ventana para lograr arrancar al tipo de las garras de morfeo, donde quiera que se hubiera quedado dormido. La lluvia se soltó inclemente y no sólo mojó mi traje Ermenegildo (Galeana) sino hasta mis calcetines con rombos, que fue lo que más rabia me dio!

En eso, en medio de la oscuridad de la noche lluviosa y presagiosa, por la acera de la calle vi caminar una figura oscura, con paso desafiante, dirigiéndose a mí. La sombra lo cubría de pies a cabeza y lo hacía lucir espeluznante y colosal. El viento le hacía volar una especie de capa y el cabello, de tal forma que parecía acercarse el propio Lucifer. En ese momento me entró terror y empecé a golpear la puerta de la entrada como un condenado, gritando: "Por favor, señor policía, déjeme entrar, por amor de la virgencita, el santo niño de atocha y el señor caído de monserrate!". Nadie me abrió. Me sentí perdido, abandonado a mi suerte que segúramente sería fatídica con ese ser demoníaco que en un par de segundos estuvo frente a mí.

Una milésima de segundo antes de que yo perdiera el control de los esfínteres, tirado en el piso llorando de desesperación, la luz de la entrada alumbró aquélla figura, sólo para descubrirme que era el insecto policía, cubierto con un rompevientos, despeinado después de su maldita siesta de tres horas. Mirándome en el piso, tirado, como perro atropellado, el policía se limitó a decir: "ya, no chille, ya le abro... estaba en el estacionamiento abriéndole la puerta a alguien más."

sábado, 27 de junio de 2009

Colección Primavera-Verano-Otoño-Invierno

Han visto alguna vez correr a alguien bajo una intensa lluvia, tratando de mojarse lo menos posible y, en su "ciego" objetivo, tropezarse sólo para caer en un charco, revolcarse y empaparse hasta el último milímetro del resorte de los calzones? Fantástico espectáculo!

A mí me pasó, por eso sé lo que se siente. Y uno se levanta, se sacude un poco - como si el lodo fuera tan fácil de remover de la ropa como la tierra seca cuando uno se cae en un día soleado - finge que no pasó nada, y camina con el rostro en alto, orgulloso de haberse caído y levantarse, mientras la gente que se resguarda de la lluvia alrededor se desternilla de risa.

Desde esa ocasión - que me ocurrió a muy temprana edad y que me dejó secuelas indelebles en la autoestima por el resto de mi vida - cuando me agarra la lluvia a mitad de mi camino, la tomo con el mismo estoicismo con el que se toma el caer de la hoja de un árbol, el volar de la abeja o el inodoro desbordante de un baño público.

Acá, donde estoy ahora, la lluvia te puede sorprender en cualquier momento. Es increíble, pero realmente no existe forma de predecir el clima y me empecé a dar cuenta de eso muy pronto a mi llegada, cuando pregunté a un taxista, a un reparador de calzado, a un banquero y a un contrabandista de macacos: "a qué se dedicaba usted antes de hacer lo que hace hoy?"... la respuesta fue siempre: era meteorólogo.

El clima y las estaciones en este lugar son más difíciles de anticipar que la filmación de la última trilogía de la Guerra de las Galaxias. Pero lo que más llama mi atención es la percepción de la gente local. Digamos que corremos con suerte y durante dos días seguidos sale el sol y no llueve; los comentarios son: "vio? llegó el veranito!". Pero al tercer día se avecina una lluvia torrencial y unos vientos gélidos que soplan a más 300kph y los comentarios son: "ufa! se vino el inviernito!".

Así las cosas, empecé a dejar de preguntar cuándo era verano y cuándo era invierno acá porque, como me habían ya advertido algunos lugareños, uno puede tener las 4 estaciones todas en un sólo día. Un verdadero desafío para el "guardarropa" en donde le toca a uno salir vestido todos los días con lo último de la moda primavera-verano-otoño-invierno 2009.