Hace unos días, por Twitter, confesé que hay dos cosas que me desagradan del nuevo lugar en el que vivo: 1) la carretera y, 2) los taxis. Como en muchas ciudades del mundo, subirte a un taxi en esta ciudad es arriesgar el pellejo, casi tanto como encerrarte en una jaula con mandriles y tirarte por un barranco para aumentar la adrenalina.
Particularmente en viernes, conseguir un taxi al salir de la oficina es un acto de fé. Pueden pasar horas sin conseguir uno y creo que es el momento en el que los taxistas más se dan el lujo de escoger a sus víctimas, conscientes de la sobredemanda.

Indiqué mi destino y me sumí en el asiento en calidad de autista, disponiéndome a leer el interesante artículo. Recuerdo que llegué justo a la parte más entretenida del mismo, en la que narraba cómo lograr que el resorte no se aguade colocándole unos granitos de sal antes de echar a remojar, cuando un súbito chirrido de llantas y un amarrón bestial me lanzó hacia delante para darle un beso al taxista en el coco pelado.
"Cómo así?!?" - me reclamó el individuo, mientras yo volvía violentamente a mi posición original, motivado por la fuerza de gravedad - "Nada de besitos en la nuca!" - me dijo.
"Disculpe usted" - le respondí con aplomo, mientras me restregaba las hojas de la revista contra la lengua, intentando sacarme el sabor a cuero cabelludo y un par de pelos que le había arrancado de la nuca a aquel sujeto - "Su singular estilo de disminución de la velocidad me proyectó con vigor hacia adelante", concluí.
Retomé la lectura al tiempo que el individuo iniciaba frenéticamente el recorrido. No pude volver a concentrarme en la manera en que se puede conseguir una suavidad de terciopelo en la ropa interior, cuando de nuevo sentí un maniático volantazo y salí disparado hacia delante, para alcanzar a saludar al San Judas Tadeo que traía el tipo en el tablero, antes de reventarme la dentadura contra el mismo.

No terminaba yo todavía de recuperarme, cuando el tipo inició la marcha de manera frenética, rebasando autos, ignorando semáforos, atropellando peatones y deshaciéndose de motociclistas. Yo trataba de asirme de algún lugar, pero al rebotar de un lado a otro, mi cerebro empezó a dejar de funcionar de manera óptima, hasta que nuevamente el carro frenó como si el tipo hubiera tirado un ancla al asfalto para amarrarse en seco.

Fue entonces que, como un endemoniado, empecé a gritarle al taxista que no me abandonara ahí, que tuviera piedad por amor de diosito santo, que volviera y me abriera esa trampa mortal en la que me había encerrado... pero nada. Rompí en llanto y, en medio de mis lágrimas, la emprendí a cabezazos contra el vidrio del taxi hasta que lo rompí (después recordé que pude haberlo hecho con el tacón del zapato, pero ya era muy tarde, el daño cerebral estaba hecho).
Yo salí corriendo de ahí como una Magdalena, hundiendo mi llanto en el portafolio de mi laptop, que espero no estropear con los mocos y las babas, metáforas de mi desasosiego interno. Sin embargo, aún no sé si, con lo poco que aprendí del artículo que venía leyendo en el taxi, alcanzaré a rescatar mi ropa interior de los estragos ocasionados por lo sucedido en ese viaje.